Amalia Escobar El Universal
Hermosillo, Son.— A pleno rayo de sol, mientras hace colados de cemento, arena y grava, para después llevarlo en carretilla a los albañiles que pegan bloque tras bloque en la construcción de un fraccionamiento, Manuel, con apenas 14 años de edad, sueña con ser abogado, tener un carro y un “techito” para vivir.
Las dificultades se vuelven retos y las oportunidades para salir adelante de niños y niñas, en la capital de Sonora, no son iguales.
Miles de estudiantes que viven en invasiones y zonas periféricas no tienen televisión o acceso a internet. No pudieron tomar clases a distancia, por lo que a causa de la pandemia de Covid-19, desde marzo de 2020 se quedaron sin escuela.
Una parte de los planteles educativos volvieron a clases presenciales, pero muchos no están en condiciones aún de recibir a los alumnos.
Manuel es uno de los muchos niños a los que la pandemia les arrebató el futuro y truncó las esperanzas por conseguir una vida mejor.
Cursaba el segundo año de secundaria, pero en la invasión El Guayacán, al norponiente de Hermosillo, donde las casas están construidas con tablas, cartón, hules y plástico, todo es más complejo.
Silvia Elena Bedoy Lares, de 37 años de edad, recuerda que al inicio de la pandemia improvisó una escuelita en el patio frontal de su casa; ahí, con temperaturas de hasta 45 grados centígrados, bajo la sombra de un mezquite, más de 40 niños de preescolar, primaria y secundaria fueron apoyados por maestras voluntarias. Manuel estuvo ahí.
Los recursos eran muy limitados, estudiaban con televisiones viejas, pero al conocer el propósito y con la máxima de que hace más el que quiere que el que puede, ciudadanos de buen corazón les facilitaron adaptadores digitales, agua y hasta alimento, pues había menores con padres desempleados a causa de la pandemia.
Sin embargo, los maestros de Manuel le mandaban todo por internet. Su madre acudió a la Escuela Secundaria General 10 Jesús León González, para que se los entregaran en hojas, pero le dijeron que no se podía. Por la constante falta de saldo en el celular ya no pudo continuar.
El menor de padres divorciados, veía a su madre irse desde temprano a trabajar a una maquiladora y llegar ya al atardecer; entonces para ayudarle, empezó a lavar carros y laborar como ayudante de albañil de tiempo completo.
Manuel comenta a EL UNIVERSAL que desde los 11 años ya trabajaba de “lleva bloques”, pero desde hace una semana ya es segunda mano de chalán, con un sueldo semanal de mil 200 pesos y con horario de 7:00 a 13:00 horas y de 14:00 a 17:00 horas, con solo un día de descanso.
Silvia Elena, a quien le dice de cariño Ma, es su gran apoyo, lo motiva para que siga estudiando y deje de ser ayudante de albañil y cumpla sus aspiraciones.
También su madre le aconseja que continúe sus estudios y que ahorre para que termine la secundaria en una escuela abierta y así “se encarrile”, hasta llegar a la meta de ser abogado.
También piensa en la opción de ingresar al Ejército cuando tenga la edad necesaria, y de esa forma prepararse académicamente.
“Ser albañil es muy pesado”. No le gusta porque trabaja expuesto al sol y todos los días llega a su casa débil y sin fuerzas, duerme y despierta para alistarse para regresar al trabajo; el sábado al salir de la obra convive un rato con su mamá y el domingo busca a su padre.
Así, a Manuel le han transcurrido los días desde que la pandemia lo dejó sin oportunidades.
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